lunes, 16 de mayo de 2011

Dos meses

Pasar dos meses en la sala de espera de terapia intensiva de un hospital es una experiencia difícil de describir. Por una parte está el enfrentarte a la muerte y a la vida, porque a veces, cuando te vas a morir, no te mueres. El tiempo se detiene y estás en ese lugar, esperando y esperando, con esperanza cuando todo es desesperanza. Por otro lado está la vida, tan llena de matices. Huelga decir que hubo mucho dolor, pero también hubieron momentos cómicos que nos traían de vuelta a la realidad que es el vivir. No puedes pasarte la vida llorando ni preocupandote, y mucha gente se encargó de hacernos ver eso.
Durante los dos meses en los que estuvo mi hijo en terapia intensiva, hubo muchos otros pacientes que pasaron por ahí. Permanecían ahí unos cuantos días y luego se iban a donde debían ir, a un mundo mejor, en esta tierra o en otro lugar. Pero los familiares conviviamos en la sala de espera.
Una señora llegó a terapia intensiva luego de sufrir un infarto cerebral. Sus diez hijos la acompañaron y nos acompañaron durante una semana en la dichosa sala. No había modo de ignorarlos. Desde el primer día que llegaron fue todo un evento. Aunque venían algunos de Estados Unidos, el sello de la tierra que los vió nacer era imborrable. El tono sierreño de su voz los hacía inconfundibles, los bautizamos como los sicarios, porque lo parecían. Pero con el paso de los días nos hicieron ver que no había nada más alejado de nuestra primera impresión. Trabamos amistad con los Cuevas y nos causaban sorpresa sus actitudes, tan centradas como descabelladas, como el considerar que su mamá estaba muy bien y que los médicos no estaban tan atinados en sus predicciones. "si yo le dije a mi amá que levantara la pierna y si la levantó, está loco el doctor". Yo pensaba que la pobre señora necesitaba descansar, pero al parecer sus hijos estaban aferrados a que saliera del hospital.
Por fin la señora salió de terapia y la pasaron a una habitación del hospital, se fueron sus hijos con ella. Pero una mañana, regresaron tres de los hijos a preguntar cómo seguía nuestro hijo. Se quedaron platicando durante un buen rato. Comentandonos sobre lo maravilloso que era Bacerac, su pueblo. Con el tono (y volumen) propio de la sierra sonorense, el mayor de los Cuevas nos instaba a visitar Bacerac, "Se pone muy bien en semana santa, ¿verdad cuate?" nos decía mientras esperaba la confirmación de su hermano menor. El cuate contestaba "jey" afirmación fática. "Todos se van al río, ¿verdad cuate?" El cuate respondía igual "jey". "Y si van, no tienen que llevar caballos, allá tenemos y les conseguimos unos, ¿verdad cuate? Antes que el cuate pudiera contestar, yo pensaba que entre las cosas que llevaría a ese viaje, nunca se me hubiera ocurrido incluir un caballo!
El mayor de los Cuevas continuó describiendo su pueblo, del que había emigrado hacía tiempo, pero volvía con frecuencia. Se notaba por supuesto el amor al terruño y la nostalgia por los tiempos idos, cuando su amá les decía que no se metieran al río y ellos regresaban a la casa "todos cenizos por la tierra que se nos había pegado cuando nos habíamos salido de nadar. Pero mi amá ni nos regañaba".
No paró de comentar lo bello de su pueblo hasta que nos hizo que buscaramos en el internet (en ese instante) fotos de Bacerac. Total que continuó con su diatriba durante casi una hora. Entonces, creo, notó que estabamos demasiado callados y de pronto le dijo a mi marido:
"Oye Chanoc, o ¿cómo te llamas? no se me pega tu nombre"
"Baruch" le contestó sonriente.
"No te apures, mi apá se llamaba Martiniano, así que no sólo tú tienes un nombre raro. Pero, Chanoc, tengo una hora diciendote que vayas a visitarnos, que allá te conseguimos donde te quedes, hasta caballos. Y tú, en ningún momento me has dicho, pues cuando quieras te presto la llave del departamento de Peñasco"
Ante eso no pudimos hacer otra cosa que soltar la carcajada largamente retenida. Mi marido le contestó que ellos eran muchos y nosotros solo cuatro y yo le espeté sonriendo, "pues si tienes una hora hablando y no dejas ni preguntar". Solo el cuate tenía el privilegio de hablar, y no hacía mucho uso de él.
No sé cuando iremos a Bacerac, pero definitivamente buscaremos a los Cuevas. Como los buscamos para solicitar que donaran sangre y llevaron hasta un pariente que estaba de visita.
Como esa otras historias, de personas desconocidas que nos traían de vuelta a la realidad, mediante, una vez, de un paquete de donas, deliciosas "que hacemos en nuestra panadería, solo que ahorita la tuvimos que cerrar para estar aquí con mi tata".
Los amigos también estuvieron ahí todo el tiempo, con palabras de ánimo, chocolates, regalos para Joel, oraciones y lágrimas a veces. Todo ahora transformado en alegría y asombro. Mi hijo le comentó a un médico amigo, "Tío, gané la batalla". El médico le contestó, "no Joel, ganaste una guerra, éso fue una guerra."

Y sí.
Luego les cuento el capítulo de la visita de los beisbolistas de los Naranjeros.

viernes, 29 de abril de 2011

Necedad

El sol inclemente del desierto me robaba el líquido que necesitaba. Un dolor que provino del (desconocido) centro de mi ser me provocó el llanto. Con esas lágrimas pude humedecer de nuevo la tinta de mi pluma.

Quise empezar a escribir de nuevo luego de meses de no hacerlo. Tomé mi cuaderno y busqué mi pequeña pluma fuente. Nada. No salía ni una palabra, por más que me esforzaba. Se (te) acabó la tinta. Cambié el tubo de tinta y traté de nuevo. El mismo resultado, no salían más que pequeños manchones. Luego, la pluma destiló una gota que se secó inmediatamente sobre el papel de la hoja anversa del cuaderno. Un punto en la hoja de atrás.

Al siguiente día me empeñé de nuevo, y empezó a fluir la tinta y las palabras!!!!

"Escribiras con dolor" sentenció el dios del viento a la princesa Ameyhale cuando ésta le robó la palabra. Es un cuento de un taller de escritura femenina. Pero tal vez sea verdad aunque no exclusiva de las mujeres, sino de todos los que escriben. Porque antes había leído que los escritores son seres inconformes y frustrables me atrevo a añadir. Si no, cómo explicar la manía de estar corrigiendo constantemente. Duele escribir, pero más duele no hacerlo y ese dolor es el que se requiere quizá para escribir. Tal vez ese dolor es al que se refería el dios del viento y no necesariamente a una maldición para aquellas mujeres que se atreven a adueñarse de la palabra. Y eso es solo otra visión del mundo, mi visión.

Durante estos meses de "sequía" pensaba en escribir, pero solo lo pensaba. Me dormía pensando en personajes, en posibles historias y poemas que nunca llegaban al papel. Ni a la computadora. Pero sentía que era importante empezar por el principio más elemental. Escribiendo directamente sobre una hoja con tinta. Por eso me contuve cuando pensé que si la pluma se había secado, bien podría utilizar la computadora. Me resistí. Y me alegro. Ya sé que no hay que negarse a la tecnología, pero si inicio con papel y tinta creo que puedo estar más en contacto con lo físico, con mi ser. Después de todo así empecé, escribiendo en un cuaderno sobre mi cama.

Esta entrada es para mí, permitiendome utilizar el nombre de mi blog. De mí para mí. Para retomar esta aventura de escribir. Esta necesidad de hacerlo o ¿será necedad? Una sola sílaba de diferencia y un mundo de posibilidades, que están escondidas en la tinta. A encontrarlas!